Antes de que caiga en el olvido - A mi abuela

Antes de que se pudran las rosas de su lecho, de que sea tarde y la memoria nuble su rostro y no sea capaz de recordar, dimensionar o recrear. Antes de que los calendarios pasen de página y las frases las articule con creos y ayeres. Antes de que guarde la ropa en bolsas y ordené sus pocas pertenencias. Antes de que me vaya a hacer la cena y vuelva a la incertidumbre del temido presente…

Mi abuela al final de su vida no era mujer de mucha palabra. Era muy majica, siempre con su sonrisa, pero tendía a quedarse calladita. Jugábamos de todas las formas que se me ocurriesen: pintábamos, le ponía Villancicos, cantaba, le movía las manos a modo de baile. Le hacía recordar sus orígenes y le engañaba haciéndole creer que tenía 15 o 20 años menos. Le decía que había dado un paseo por toda la residencia y que ella era la más guapa, era un pesado con eso. Le ponía los cascos y le hablaba a través del Traductor de Google, para que se creyese que algo divino le hablaba y le decía cosas bonitas. Hacíamos alguna cuenta básica, recordábamos alguna memoria añeja, esas cosas…

Siempre recordaré esos ratos con mi abuela, ya que volvía a ser niño en el buen sentido, y recordaba como adulto la importancia humana de la ingenuidad, el corazón, la pureza, y todas esas “nimiedades” que se nos olvidan en el frenético día a día.

Pero había una cosa que me gustaba especialmente compartir con mi abuela: el silencio y la quietud; la mirada. No esque la buscase expresamente, pero a veces ocurría, y me encantaba. Me sentaba a su lado, le daba los besos de rigor y los extras que un buen nieto siempre debe dar, le cogía la mano, y la miraba. Cuanto habré aprendido de esa mirada paciente y sincera que reflejaba la dulzura, la ternura, el resplandor cristalino de su alma.

Esa mirada me ha curado muchas heridas, me ha hablado de tú a tú. Esa mirada me ha reconducido muchas veces por la senda correcta evitando la rápida. Esa mirada ha sido un abrigo cuando la soledad ha llamado a la puerta. Esa mirada ha sido muchas veces la ansiada respuesta.

Siempre creo que se puede hacer más, pero no me arrepiento de nada. Conforme los años fueron pasando, yo me convertí en un visitante cada vez más asiduo de la residencia, a pesar de sus limitaciones de todo tipo, os prometo que cada vez la iba disfrutando y valorando en mayor grado, porque me gustaba su mirada y porque me enseñó a como mirarla.

Al final del todo, sin saber que era el final, iba todos o casi todos los días que estaba en Zaragoza, como un plan más que entraba en mi vida, como un reservado en la agenda y sin esperar a llenar los espacios libres como antes acostumbraba a hacer. Cogía el bus o me daba un paseo hablando con mi primo y la distancia dejaba de ser excusa. Gracias a ello aprendí a posicionarla en mi vida y darle la importancia que se merecía, a mimarla, a no juzgarle, a quererla como un padre lo hace con sus hijos, sin peros. A olvidarme un poco del yo quiero, a tenerla presente, a rendirle homenaje en mi día a día.

Me quedo con muchas cosas, pero sobre todo con esa intimidad que hemos compartido juntos, sin necesariamente tener algo que decir. Quizá no hayan sido ratos largos, pero si cortos e intensos, y nada perecederos.

No me esperaba ese final, la verdad, porque nunca le había pasado nada grave y siempre había toreado todo bastante bien. Pero, bronquitis, urgencias y 24h. Es así. Yo la había visto el finde anterior y no había manifestado demasiada molestia más allá de lo normal. Pero siempre conté con que la llamada podría ocurrir en cualquier momento. No pintaba grave, o eso decía el médico, pero la biología no siempre avisa y todos tenemos nuestro turno. Y ojalá no, pero ese es de los mayores privilegios terrenales a los que podemos aspirar, dejar que sea tu propio cuerpo el que se desgaste y ponga el punto final.

No estoy mal, ni esto es un mensaje de pena. Hago mi vida normal sin grandes pesares desde el primer día. De hecho, a sabiendas de que esto podría ocurrir más pronto que tarde, he podido incluso bromear mucho con el hipotético final, tanto antes como después. La broma es la aceptación, no el olvido. Y yo nunca quiero que mi abuela caiga en el olvido, por lo menos en el mío personal. Por eso todo esto.

Gracias yaya, por tus sopas y tu tiempo cuando estabas bien, y por mirarme y enseñarme tanto hasta el último momento.

De un nieto que quería mucho a su abuela,

Mª Ángeles Ramón Giral.






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